El grito contra el olvido
Masacre del 7 de octubre
Hay cuerpos que nunca volvieron. Brazos arrancados, piernas quebradas, piel desgarrada. Rostros que miran desde las paredes, los postes, las pantallas. Miran en silencio, increpándonos a actuar. Sus nombres no son solo nombres; son heridas abiertas: Naama. Kfir. Ariel. Eden. Hersh. Shani. No hay espacio para el olvido. No hay tiempo para el cansancio. El 7 de octubre no fue un ataque, fue un pogromo. Fue una ejecución masiva. Una orgía de violencia filmada con orgullo, compartida al grito de “Allahu Akbar”. Fue la aniquilación deliberada, metódica, de quienes solo querían vivir. Fue el castigo por ser judíos.
Por Gaby Keselman Lob
Caminar por Israel es caminar entre sombras. Fotos de sonrisas que ya no existen, miradas que ya no están. No son solo imágenes; son historias truncadas. Eden pesaba 34 kilos cuando le dispararon en la cabeza tras 300 días secuestrada. Hersh perdió un brazo con una granada antes de ser ejecutado en un túnel, porque ya no le servía a Sinwar como escudo humano. Shani fue llevada boca abajo en una camioneta, con las piernas quebradas, mientras los “inocentes civiles de Gaza” la golpeaban y escupían. No se puede describir el dolor de sus familias sin tocar el abismo. No hay palabras suficientes para el horror que se hace eterno.
En los túneles, la luz no entra. El aire no alcanza. El hambre y la sed consumen los cuerpos, mientras la desesperación devora la mente. Hay personas que llevan 420 días ahí abajo, sin comida, sin agua, sin atención médica. ¿Cuánto miedo puede tolerar un ser humano? ¿Cuánto puede llorar un cuerpo deshidratado? Hay personas que no saben si alguien las busca. Personas que no saben si alguna vez podrán regresar.
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En Israel, las sillas amarillas vacías gritan. Están en las plazas, en los cines, en las escuelas. Cada silla es un cuerpo que falta, una vida que debería estar aquí. Cada silla es un testigo mudo de lo que no podemos olvidar. No son símbolos. Son vacíos reales, presencias ausentes. En Israel, no podes olvidarlos, porque las ausencias forman parte del paisaje.
El 7 de octubre no fue solo una masacre. Fue un recordatorio de que el odio no tiene límites, de que la crueldad no necesita razones. Fue el terror transmitido en directo. Fue un eco de lo que prometimos nunca más permitir. Y, sin embargo, ocurrió. Fue el silencio de quienes miraron hacia otro lado. Fue la indiferencia que convierte el dolor en estadística.
No hay espacio para dudas. No hay lugar para el olvido. Hablar de ellos no es una opción; es un deber. Cada vez que sus nombres se callan, los asesinamos de nuevo. Cada vez que sus rostros desaparecen, los volvemos a enterrar. Cada día que no los nombramos, alguien olvida que siguen secuestrados y que debemos rescatarlos. No es cuestión de cansancio. No es cuestión de elección. Si olvidamos, somos cómplices.
Los secuestrados desesperan, y nosotros, los vivos, tenemos una sola tarea: gritar sus nombres hasta que el mundo despierte. Porque si nosotros los olvidamos, nadie los recordará. Si los dejamos en el silencio, nadie volverá a buscarlos.
No se puede negociar con el olvido. El olvido es muerte. El olvido es traición. El olvido es la victoria de la crueldad terrorista, que nos promete repetir tantos 7 de octubre como le sea posible.
No pudimos protegerlos.
No logramos traerlos de regreso.
No los olvidemos. No seamos tan miserables como para dejar de nombrarlos. Todos los días. Hasta que regresen y, con suerte, nos perdonen.
Fuente: Gaby Keselman Lob