Concurso en el Tribunal de Cuentas: ¿Transparencia o simulacro?

Resulta llamativo que el Tribunal de Cuentas catalogue como un “acto de transparencia” su último concurso. Hablamos de un organismo que, al estar consagrado en la Constitución, debería ser ejemplo de institucionalidad, imparcialidad y democracia. Sin embargo, lo que la práctica demuestra dista mucho de ese ideal.

Durante los últimos 30 años, el Tribunal fue poco más que una escribanía de los gobiernos de turno, en particular en los últimos dieciséis años de hegemonía peronista. Los concursos pasados dejaron en evidencia graves falencias: puntajes de excelencia para aspirantes que luego, una vez incorporados, demostraban capacidades muy por debajo de lo que reflejaban esas calificaciones. Amiguismo, acomodos y tráfico de influencias se convirtieron en moneda corriente.

Amiguismo, acomodos y tráfico de influencias se convirtieron en moneda corriente.

¿Y qué cambia en este nuevo concurso? Nada. Desde que se armaban los exámenes, en plena temporada de vacaciones, ya circulaban nombres de los futuros beneficiados. Supuestamente se requieren contadores, pero la convocatoria se abrió al público en general, y lo más preocupante: la corrección de los llamados “temas filtro” depende del criterio personal de quien corrige, sin pautas objetivas ni transparentes.

Ayer fue un contador con apodo de animal, que dormía expedientes a cambio de favores y ubicaciones para amigos y familiares. Hoy es una contadora con sello radical, que supo alzarse como sindicalista combativa y terminó convertida en eterna funcionaria.

La vida interna del organismo tampoco ayuda a reforzar la credibilidad. Ayer fue un contador con apodo de animal, que dormía expedientes a cambio de favores y ubicaciones para amigos y familiares. Hoy es una contadora con sello radical, que supo alzarse como sindicalista combativa y terminó convertida en eterna funcionaria, respaldando aquello que decía combatir.

La lógica de incorporación tampoco cambió: ingresos “por la ventana” de familiares, amigos, personal doméstico, choferes u ordenanzas con funciones administrativas. Y, como herramienta disciplinaria, las subrogancias se entregan o se quitan según la obediencia de turno.

La situación alcanza niveles insólitos: ya está admitido que la próxima presidenta del organismo será una contadora con juicios de cuentas, pagados a valor histórico y sin actualización, lo cual constituye un escándalo en cualquier sistema de control serio.

Mientras tanto, el Tribunal encabeza una política de presión para jubilar a empleados de carrera y jerárquicos por edad y años de servicio, aunque quienes lideran esos aprietes —con las mismas condiciones— se niegan a jubilarse. ¿La ley no es igual para todos?

La pregunta que queda flotando es inevitable: ¿Quién controla al organismo que debería controlar? Si la transparencia solo se declama, pero nunca se ejerce, el concurso en el Tribunal de Cuentas corre el riesgo de ser un nuevo simulacro, otra puesta en escena que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones.

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