Tiene 82 años, hace mas de 30 mataron a su hijo y ella recorre los barrios para sacar a los chicos de la calle

Mirta Cabana de López perdió a Darío, de 16, durante un intento de robo; desde entonces transformó su dolor en bendición, trabaja para restaurar la vida de adolescentes que crecen sin un hogar

Hace casi treinta años, Mirta Cabana de López, de 82 años, tiene la misma rutina. Se levanta a las siete de la mañana en su casa de toda la vida en el barrio Santa Rosa, en la capital jujeña. Desayuna, se arregla y se sube a un taxi que la deja en el barrio Belgrano, uno de los más carenciados de la ciudad.

Allí, tres maestras, dos capacitadores y varios voluntarios esperan sus indicaciones para poner en marcha y arrancar un nuevo día en Darlocab, la fundación que ella misma creó. Cada día, van unas 150 personas, la mayoría chicos y adolescentes. Reciben comida, capacitación y mucha contención.

“El trabajo es arduo. Me encargo de lo que haga falta: enseñar a cocinar, hacer tareas administrativas, limpiar o lavar los platos. Y lo hago con todo mi cariño, porque me gusta y porque mi función, mi misión, es atender a los chicos, hacer lo que esté a mi alcance para sacarlos de la calle”, asegura Mirta.

El nombre que eligió para la fundación es Darlocab, en honor a su hijo, Darío Rodrigo López Cabana, que fue asesinado a los 16 años por un grupo de “chicos de la calle” de su misma edad que quiso robarle la ropa cuando volvía de una fiesta, en diciembre de 1993.

“Una forma de salir del pozo en el que su muerte me dejó fue hacer algo con eso. Asi fue como me propuse atender y trabajar con estos chicos vulnerables, con problemas sociales, económicos y familiares, que están prácticamente solos y se acercan al mundo del delito. Mi objetivo es que salgan de ahí. Quiero evitar muertes como la de mi hijo”, cuenta.

Mientras Darío vivía, Mirta, a quien siempre le fascinó cocinar, tenía un restaurante. Todas las noches veía cómo chicos que estaban en la calle empezaban a tener contacto con el delito. Solía advertirle a su hijo que tuviera cuidado, aunque nunca creyó que verdaderamente le pasaría algo a él.

“La muerte de mi hijo vino, desgraciadamente, como un llamado de atención para que alguien se hiciera cargo de esos chicos a los que sus padres, porque no quisieron o porque no pudieron, no les dieron amor ni les enseñaron el valor de la vida y se han criado en la calle, consumiendo alcohol o drogas desde muy chicos, y sin darle ningún tipo de importancia a su vida o a la de los demás”, dice la mujer.

Esa descripción que hace Mirta coincide con la trayectoría de vida de la mayoría de los adolescentes que cometen delitos en el país, tal como lo reveló una reciente investigación. Según varios reportes a los que accedió LA NACION, la mayoría de estos chicos crecen desamparados o con referentes adultos ausentes, suelen abandonar la escuela, trabajan desde muy chicos y empiezan a consumir drogas a edades cada vez más tempranas.

Abrir puertas
“Nuestro gran logro, orgullo y felicidad es haber sacado de la calla a la gran mayoría de los chicos que estaban en esa situación. Ya no podemos hablar de que en el barrio eso es un gran problema. Obviamente, mientras haya desigualdad y pobreza, inevitablemente siempre va a haber alguno. Pero la situación actual no se compara con la inmensa cantidad de chicos que había cuando nosotros empezamos a trabajar”, asegura Mirta.

“Los chicos de la calle son desconfiados, no se acercan así nomás”, aclara. Por eso, sacarlos de la calle requiere de una atención personalizada para acercarse a cada uno de ellos, comprender qué los llevó a la situación en la que se encuentran, y abrirles las puertas de la fundación para que encuentren un espacio de contención con maestras que los ayuden a hacer la tarea, voluntarias que les den de comer y profesionales que dicten talleres y promuevan espacios de contención tanto para ellos como para sus familias, en los que les enseñaran valores y el respeto por su propia vida. Aprenden sus derechos y los de los demás.

Hoy, la fundación les da almuerzo, merienda y cena a 150 personas, gracias a los alimentos que les provee el Ministerio de Desarrollo de la provincia, el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (les permite cubrir gastos como el gas) y a las madres de los chicos que colaboran en la cocina. “Yo cobro una jubilación mínima y una pensión por mi marido, y aporto parte para poder cubrir gastos como la luz”, revela.

Además, tienen un jardín maternal que funciona en ambos turnos. “De lo contrario, estos chiquitos quedarían en manos de sus hermanitos más grandes porque los padres, lamentablemente, están totalmente abocados a darles de comer. Pero acá pueden venir todos a pasar el día, hacer la tarea y comer”, explica Mirta.

La fundación cuenta con computadoras y un capacitador digital que les enseña a los chicos y a su familia a manejar, entre otras cosas, sus celulares. Además, dan cursos de panadería y pastelería para que las madres del barrio puedan aprender habilidades que puedan canalizar en pequeños emprendimientos y generar un ingreso extra. Para ayudar a financiarla, ahí también funciona una panadería atendida por voluntarios. Venden panes, bizcochos y organizan servicios de catering. “Antes de la pandemia teníamos más talleres, más capacitadores y maestras. Era personal que nos ponía a disposición el Ministerio de Educación de Jujuy. Pero se cortó. Ahora estamos cada vez más solos”, advierte la mujer.

 

Fuente: La Nación 

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