Con dolor despiden a la periodista Mila Dosso

Falleció este martes 28, a la 1,30, a los 75 años.

Dolor y consternación por el fallecimiento de Mila Dosso. Dueña de una pluma exquisita, fue por muchos años editorialista, columnista y editora de un suplemento semanal del diario. Falleció este martes 28, a la 1,30, a los 75 años. De 9 a 12, sus restos serán velados en el Crematorio Avellaneda, cita Norte sobre Mila, quien se desempeñaba en este diario de la región.

En las redes sociales también la despiden con dolor y cariño, sus colegas, familiares y amigos.

El mensaje de Eduardo López, el más sentido

Partió Mila Dosso, gran mujer y enorme periodista que entrego su talento en las paginas de diario norte. sus ex compañeros del diario la despiden con todo el cariño…

El 28 de enero de 2025 falleció en Resistencia a los 75 años la periodista, editora, escritora y poeta María Emilia Dosso, conocida como “Mila”. Había nacido el 21 de diciembre de 1949 en Puerto Tirol. Hizo sus estudios primarios en la Escuela 167 y desde 5º grado en el Colegio Nuestra Señora de Itatí de Resistencia, donde vivió primero con unos tíos y luego con sus abuelos. Allí también realizó los estudios secundarios. Inició la carrera de filosofía en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Noreste. Luego, junto a una amiga, se trasladó a Rosario para seguir allí la carrera. Regresó a Resistencia donde nació su hija Daniela. Ingresó a la administración pública durante el gobierno de Bittel – Torresagasti y siguió durante la dictadura hasta que fue obligada a renunciar. En 1983 se casó con el médico Hugo Camisasca y en 1990 con una semana de diferencia fallecieron su madre, Carmen Ledesma y su padre Raúl Dosso. A principios de la década del 80 instada por un amigo, Julio Enríquez, colaboró por un tiempo con el Suplemento de Cultura del diario Norte. A fines de 1990 y principios de 1991 comenzó a colaborar con diario Norte, invitada por su jefe de Redacción, primero en los suplementos Norte Mujer y Norte Dominical hasta abarcar todo el diario. Cuando se creó la revista “Chaqueña” el director Miguel Ángel Fernández le otorgó la responsabilidad de ser editora. Más tarde fue nombrada, además editorialista, tras el fallecimiento de dos de sus más recordados colaboradores, Savelio Yurkevich y Antonio Bosch. El Sindicato de Prensa del Chaco le entregó en 1995 su distinción anual, “Felix Wandelow” por su brillante y consecuente tarea.

El 21 de diciembre de 2014 publicó esta nota

Recuerdos de una niña de pueblo

Nací en Tirol y si bien vine de muy niña a Resistencia, la ciudad me resultó hostil, vacía, gris. Amaba mi pueblo, su laguna, el río Negro y el tajamar; el viejo puente, las calles de tierra y carbonilla, el guayabo de mi casa y su galería, el jardín, el aljibe y el viejo galpón que escondía nuestras travesuras. Nunca hubiera querido partir de Tirol y siempre, siempre estoy regresando, como una eterna vagabunda que cada noche vuelve al mismo refugio aunque durante el día haya atravesado millones de distancias.

Y es Tirol desde donde regresan mis primeros recuerdos de Resistencia: viajar a la ciudad con nuestros padres era toda una aventura.

Vagamente evoco la vieja estación de tren por la avenida Laprida, pero sobre todo, la cuadra de enfrente.

¡Cómo me subyugaba ese enorme bar con mesas de madera y algunos parroquianos con la botella y un vaso bajito de vidrio grueso, en los que una vez y otra cargaban una bebida marrón y se la bebían de un sorbo, echando la cabeza para atrás y vuelta a llenarlo. (Los miraba como a los “mocitos” de las películas de cowboys que pasaban en el cine al aire libre de mi pueblo: “El bueno, el feo y el malo” con Clint Eastwood, “Django” con Franko Nero, “Butch Cassidy” con Paul Newman y Robert Redford).

Hombres rudos, de mirada dura y solitaria, que parecían escapados del infierno y alargaban interminablemente la noche como el humo de sus cigarrillos de tabaco negro.

En el centro del bar, siempre había no sé si una, dos o tres mesas arrimadas, donde entre risotadas, gritos, maldiciones y botellas vacías, llenas o semillenas, otros hombres disputaban campeonatos de billar en largas y sólidas mesas tapizadas de verde o rojo.

Las bolas rodaban, se cruzaban unas a otras, o chocaban entre sí y desviaban su rumbo. Cuatro, cinco, diez bolas. Y ante mis ojos todo desaparecía, salvo el rugido de esos roncos vozarrones y esa danza que el azar sincronizaba como figuras de un ballet que me hipnotizaba, pegada contra el vidrio hasta que mi mamá me arrastraba literalmente del brazo.

No recuerdo dónde íbamos después.

Sólo esa escena permanece congelada y todos los días, cuando paso por allí, comienzan a transitar esas historias pasadas que se funden como manchas de humedad en el presente.

Nos quedábamos unos días en la casa de mis abuelos, y entonces vuelven a mí los fines de semana con mi tía: los sábados, el cine Marconi, el hombrecillo deforme pero adorable que en “el intervalo” entraba gritando “¡A lo maní, chocolates, pororó!”.

La primera película que vi allí fue “Sissí”, ¡Cómo lloré! (No hace mucho, con Cristina, mi amiga de todos los instantes, la encontramos en dvd y la volvimos a mirar, de puro taradas. ¡Y volví a llorar! Pero por mí, ya no por Sissí.

Los domingos, la Retreta del Desierto de la plaza 25 de Mayo era una cita impostergable. ¡Cómo miraba, con la boca abierta y los ojos como platos, a esos mozalbetes de uniforme tiesos como estatuas que arrancaban marchas y melodías de los enormes instrumentos; y de allí a la heladería Noirat, y ese helado de dulce de leche inolvidable, como jamás volví a comer.

¿Y “la loca Esperanza”?, que con su figura fantasmal y huidiza escurriéndose fugaz por las calles despertaba las más locas fantasía mías y de mi prima Marcela. Siempre nos acercábamos a su casa, donde vivía ella con millones de gatos y –recuerdo nítidamente –un hermoso piano de cola; una hermosa casona semiderruida y vacía, con cortinados y sillones cuyas hilachas dejaban aún entrever otras épocas de esplendor en la vida de esa mujer.

Siempre me pregunté si realmente era loca, como la llamaban, o sólo se había hundido en una melancolía extraña e infinita que la desarraigaba del mundo.

Sólo sé que hablábamos con ella y su voz, un tanto dislocada, era sin embargo muy dulce. Me encuentro con su figura fantasmal – exactamente la misma de entonces- cada vez que recorro esas calles.

¿Y las hermosas muñecas de trapo, las “peponas”, del tamaño de un bebé de verdad, que acunábamos y se ponían tibiecitas y dormían con nosotras?

¿O las de porcelana que abrían y cerraban los ojos y cuando se ponían muy sucias las limpiábamos con un trapito mojado, hasta terminar arruinándolas?

Recuerdo que una de aquellas entrañables Navidades en Tirol, concurrida de parientes de Resistencia, el niño Dios me trajo una pequeña muñeca de porcelana pero bien morena, y algunas amiguitas que ya tenían bien aprendidas las primeras lecciones de discriminación, se burlaban de mí y mi muñeca, y yo cuanto más la ridiculizaban más la adoraba.

¡Tan distintas a las barbies, miniaturas espantosas de plástico duro y articulado!

¿Y las tardes de lluvia jugando al ludo o a las damas? ¿O al ahorcado? La embopa, la escondida, la rayuela, la mancha, los barquitos de papel que hacíamos navegar los días de lluvia en los charcos que se juntaban en los patios.

Y lo inolvidable para mí: cuando mi papá –después de la cena, en un rato de sobremesa- con la servilleta hacía mil figuras con la mano; o cuando apagaba las luces y a la sola luminiscencia de una linterna, también con la mano, proyectaba en la pared imágenes gigantescas que nos sorprendían, como en el cine.

El lechero, al que salíamos a recibir con una gran jarra de aluminio y aspirábamos embelesados el aroma de la leche espumosa y todavía tibiecita.

¡Y cómo no recordar los malvones, las azucenas, el jazmín del país, su fragancia, o el de los bizcochuelos que horneaba mi abuela casi todas las tardes, no esos sintéticos polvos que ahora vienen en cajas y tienen gusto a nada.

¡Las melbas! Era un deleite separar los discos y lamer todo el relleno, ¡tenían un gusto! Cuando siento nostalgias y las compro, realmente son un asquete.

Los paquetitos de manón, las “Variedades” que el almacenero tenía en esas enormes latas y envolvía en un papel que, con maestría digna de prestidigitador, hacía girar en el aire sin que se caiga ninguna macita, formando las famosas trencitas.

Las máquinas de coser Singer a pedales de mi abuela…

Recuerdos, recuerdos, recuerdos. ¿Por qué hay días que los recuerdos se desbarrancan desde la piel al alma y nos pueblan la mirada y las noches de nostalgia?

No teníamos Playstations, ni 190 canales de televisión en cable, sonido surround, celulares, computadoras, Internet, ¡pero cómo nos divertíamos!

 

 

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Un comentario

  1. Mila Dosso fue la única que desde su columna dominical de Norte les cantó las verdades a los judíos. Eso le costó tener que alejarse .

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